Historia de la FAUBA


"Rico como un argentino": 
el surgimiento de una nación moderna

En 1904, la República Argentina atravesaba un proceso de cambios profundos que culminaría con la modernización de sus estructuras económicas, políticas, sociales y culturales.

Entonces, el país era "el granero del mundo"; una nación que tenía su economía orientada hacia el modelo agroexportador y de la cual partían sin cesar grandes cantidades de materias primas hacia el Viejo Mundo. Convertida en divisas, esta riqueza regresaba para crear una atmósfera de fastuosidad y lujo, para dar sustento a una "belle époque" que disfrutaban, por lo general, sólo las clases dominantes de la sociedad.

En verdad, si bien la sociedad también mutaba con velocidad, la estructura de dominación perpetuaba las mismas jerarquías de la sociedad colonial: las familias terratenientes y patricias disfrutaban de la bonanza económica y predominaban en el control ideológico y político del país, gracias a un sistema electoral que impedía el acceso de las mayorías a la toma de decisión y de sus representantes al aparato del Estado, mientras que las populosas clases bajas (compuestas en su mayoría por peones rurales y chacareros y, en menor medidad, por obreros fabriles y de comercio) empeñaban todo su esfuerzo en la persecución de un bienestar económico siempre lejano y difícil de alcanzar.
 


La inmigración

"Llegad, hijos de la astral Francia
Vástagos de hunos y de godos
Ciudadanos del orbe todos
Llegad"

(Rubén Darío, Canto a la Argentina)

Una vieja broma dice que mientras los mexicanos decienden de los aztecas y los peruanos de los incas, los argentinos descendemos de los barcos. La humorada refleja, en definitiva, el impacto que la inmigración tuvo en el carácter de la sociedad nacional y de su idiosincracia. Es que el inmigrante se convertirá en un actor de peso, que dejará una impronta cosmopolita en la cultura, las costumbres y las características sociales; el inmigrante, italiano, ruso, español, árabe, alemán, francés, turco o sueco, que llenará los barcos que cruzan el gran océano y en cantidad de miles y cientos de miles llegará al país con sus sueños de progreso, sus hábitos de trabajo incansable, y su amor, difícil de comprender, por un terruño extraño, en el cual quedará su esperanza, su sudor y sus huesos.

Los inmigrantes no alterarán las estructuras de poder, semejantes aún a la de la época colonial (a principios de siglo, 2000 personas poseían en el país tanta tierra como la superficie total de Italia, Bélgica, Holanda y Dinamarca juntas). Más bien, vienen a llenar un vacío de población y de mano de obra que el campo y los procesos productivos requieren.

Luego de un breve paso por la gran urbe de Buenos Aires, lleno de incomodidades y carencias, los recién llegados partirán hacia el interior (aún cuando una considerable cantidad quedará en la Capital para alimentar de obreros las fábricas e industrias), a regiones inhóspitas recién arrebatadas a los indígenas y cercadas por el desierto. O marcharán hacia las planificadas colonias mesopotámicas, donde lograrán hacerse de un pequeño terreno que cultivarán una y otra vez, al tiempo que forman un hogar y crían su prole. En ambos casos, serán siempre peones rurales, pequeños arrendatarios y chacareros pobres, la base de la pirámide social y la mano de obra que proveerá a la fortaleza del modelo agroexportador y la grandeza del país.

El aliento a la inmigración masiva tuvo un éxito rotundo y una verdadera marea humana arribó a partir de 1860. En total, entre esa fecha y 1930, la Argentina recibió a 6.330.000 inmigrantes, con un saldo neto entre llegadas y partidas de 3.400.000.

Estas cifras eran, por cierto, impresionantes para la estructura demográfica del país de entonces. Tanto que, hacia 1930, los extranjeros componían el 30 % de la población total de la Nación, y en algunas zonas, hasta el 80 % de los habitantes eran inmigrantes.

Además, hubo un impacto muy fuerte en la urbanización, sobre todo en el área metropolitana: hacia 1914, Buenos Aires tiene ya 2 millones de habitantes (de los cuales la mitad provenían del exterior) y congrega más de un cuarto de la población total del país.

Esta es la imagen que retrata a la Argentina de los primeros años del siglo. Un país que prospera y crece, que aumenta su población y se agranda a expensas de tierras deshabitadas e infértiles. Un país donde el inmigrante pobre convive con el gaucho, más pobre y marginal aún, y ambos conviven con el terrateniente acaudalado y el dandy, hastiados estos de las suntuosas fiestas realizadas en la Capital, bajo el mismo cielo de dinamismo y transformación, y con una percepción de enriquecimiento ilimitado, que pocos disfrutan aunque todos logran ver. Como signo de los tiempos, en la vieja Europa, que se asoma perpleja a la edificación de esta nación moderna, se dirá con tono despectivo de cualquier ricachón que es "rico como un argentino".
 


El campo: de lo artesanal a lo científico

¡Oh Pampa!
¡Oh entraña robusta,
mina de oro suprema!

(Rubén Darío, Canto a la Argentina)

Si durante la época colonial y las primeras décadas posteriores a la Revolución de Mayo, la economía del país se asentó en el tasajo (carne salada y secada) y los cueros, entre 1860 y 1880 la base de la riqueza nacional variará. En ese momento, el país se integra a un mercado mundial que se unifica, en el que las naciones predominantes se industrializan y especializan sus economías de acuerdo a modelos manufactureros. Las inversiones de las viejas metrópolis se dirigirán hacia los territorios de las antiguas colonias, las naciones "periféricas", dedicadas ahora a producir alimentos y productos esenciales para abastecer las crecientes masas de obreros fabriles de Europa y los procesos productivos de las grandes industrias. La Argentina se convertirá, sobre fines del siglo XIX y comienzos del XX, en el "granero del mundo", proveedor privilegiado de bienes primarios que Europa, "el taller del mundo", requiere.

Estos bienes no son ya el cuero y el tasajo, sino los cereales y granos, las carnes y otros productos agropastoriles. Lo que se exige, en este contexto, es la modernización de la infraestructura general del país, por lo que una avalancha de inversiones europeas construirán un tejido de vías férreas que unirán el Interior con Buenos Aires, puerta de ingreso y salida de mercaderías; crearán un puerto acorde con la nueva realidad y una capital cada vez más parecida a las grandes ciudades de Europa. En la Exposición Universal de París, de 1880, el mundo descubrirá las realizaciones espectaculares de la Argentina moderna y se enamorará de ella.

Así, para mediados de la década del ’10, algunos indicadores económicos mostraban la profunda transformación de la base productiva argentina, que medio siglo antes se asentaba en la industria del saladero: en 1914, la mitad de las inversiones extranjeras en América se concentraban en la Argentina; las vías ferreas, que en 1857 alcanzaban una extensión de 10 kilómetros, ahora llegaban a 33 mil kilómetros; los 13 millones de cabezas de ganado bovino que había en 1875 se transformaron en 30 millones para 1908; el país era el segundo productor mundial de ganado ovino; la superficie cultivada se duplicó entre 1895 y 1903, con un salto similar hacia 1914, cuando alcanzó 22 millones de hectáreas. Por último, el comercio internacional argentino decuplicó su valor entre 1869 y 1914 y, por el valor per capita de sus importaciones, al comenzar la Primera Guerra Mundial la Argentina ocupaba el tercer lugar, después de Bélgica y Holanda y por delante de 40 naciones, entre ellas los Estados Unidos, Inglaterra y Alemania.

Sin embargo, aunque reorientada y en progreso permanente, la base económica argentina se encontrará con limitaciones fundamentales: una, la escasez de recursos humanos; otra, la carencia de conocimientos científicos y técnicos adecuados para optimizar los procesos productivos en el campo, aun ligados a prácticas artesanales y, por ello, poco eficientes

Al primer problema, se lo solucionará con el fomento de la inmigración. Pero las masas humanas que cruzan el Océano no pertenecen a las "razas dinámicas" y prestigiosas de los países anglosajones como soñaban Sarmiento y Alberdi, principales ideólogos de la Argentina moderna, sino que provienen de las geografías más atrasadas de la Europa mediterránea y latina. No contribuirán, entonces, a mejorar la producción agrícola, sino sólo a incrementarla a expensas de integrar cada vez más y más tierras a la producción y de proveer la mano de obra que al país le faltaba.

Al segundo límite se le responderá con la creación de instituciones de enseñanza e investigación, capaces de proveer al campo argentino con profesionales y técnicos capacitados, con conocimientos y técnicas que maximicen la producción, con cultivos y animales de alta calidad. Por este impulso nacerá, en los primeros años del siglo XX, la Facultad de Agronomía y Veterinaria de la Universidad de Buenos Aires, convertida a la sazón en la institución más destacada de la enseñanza y la investigación agronómicas en el país.

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