Edmundo, nombre con historia

Es Ingeniero Agrónomo hace más de 60 años. Y se especializó en la Agrometeorología. Sin descuidar su gruesa voz y manteniendo firmes los brazos cruzados sobre su pecho asegura que sería feliz si viviera en Roma.

Transitar por el pabellón de Biología es como recorrer un gran laberinto, con caminos entrecruzados que confunden hasta a las personas que llevan años trabajando allí. –Pasá, salí por el frente, volvé a entrar por la puerta del costado, subí hasta el primer piso y ahí preguntá - indica una mujer rubia mientras mueve la lapicera entre sus dedos.

En el centro, nace un pasillo tan largo como el ancho del edificio, y las oficinas se alistan a cada costado. Quien imaginaría que con 90 años, más de 60 en la profesión y cerca de 25 de jubilado, iba a estar ahí, sentado, trabajando, en la oficina del fondo, del primer piso, dentro del gran laberinto del pabellón de Biología. Con un fino bastón de carácter borgeano, Edmundo Damario se muestra seguro y elegante.

Es un Ingeniero Agrónomo platense, hincha del León. Sus ojos celestes, casi transparentes, hacen juego con la camisa a rayas que lleva puesta. “Cuando me recibí quería dedicarme a la agronomía regional pero empecé a trabajar en el servicio meteorológico, acá en Capital, y viajaba todos los días en tren”, cuenta mientras refriega los dedos sobre su cara. “Recuerdo que los vagones del tren no tenían puerta, las ventanillas se subían solas, hacía frío, no había luz, entonces yo iba a la estación de Constitución y elegía el vagón oscuro porque la luz se prendía cuando empezaba a funcionar”.

En el lugar hay olor a café y a cartucho de tinta. Sin duda, la computadora no es un elemento imprescindible para su trabajo. “Siempre fui al campo. Desde chico hasta que comencé la facultad, todos los veranos los pasaba en un campo cerca de 25 de mayo. Por ahí fue eso lo que me llevó a estudiar Agronomía, aunque la elegí porque era una carrera corta, y mis padres no tenían mucha plata para mantener mis estudios”.

Aunque está sentado no deja de lucir sus brillantes zapatos de cuero marrón, seguramente cepillados por alguno de los lustrabotas de calle Florida, o en las antiguas paradas del tranvía que sabía recorrer con soltura las diagonales de su ciudad natal, La Plata. “Cuando era chico jugaba al fútbol, a la billarda y a la bolita”.

De origen germánico, “Edmundo” significa “defensor de su tierra”, carga simbólica que supo poner en práctica en su juventud cuando tomó la decisión de estudiar Agronomía. Hijo de un comerciante y de una maestra que recorría siete leguas en sulky para ir a la escuela, vivía en una casa ubicada en 58 entre 9 y 10. Sólo quince cuadras lo separaban de la Facultad de Agronomía, aquella que lo recibió a finales de la década del 30. “Mi camada de egresados fue una revolución porque normalmente entraban quince o veinte alumnos y nosotros éramos ciento cincuenta. Íbamos a cursar vestidos de traje y sombrero; y teníamos sólo dos compañeras mujeres a las que tratábamos de usted”.

Arriba de la camisa a rayas tiene una corbata haciendo juego y, sobre ella, un saco azul escote en “V”. Las características de la prenda le permiten moverse con elasticidad y soltura ante el cruce de piernas que realiza cuando cambia de tema, o piensa detenidamente, mientras está sentado en un pequeño banquito de madera intentando realizar una línea de tiempo imaginaria de su vida. Sobre su mano izquierda brilla en su dedo anular el anillo que simboliza su unión matrimonial. “En el 47 me casé y me vine a vivir al barrio de Caballito”.

Con los brazos cruzados sobre su pecho, relata historias vividas con su gran amigo Antonio Pascale, quien sentado en espejo a él, escucha atentamente sus declaraciones mientras toma un café caliente. “Lo conocí el primero de agosto del 44. Una vez hicimos un viaje de placer separados, comenzando en fechas diferentes, y nos encontramos en Atenas los dos, fue increíble”, dice y a la vez cuenta, riéndose: “Una noche entramos en un restaurante y nos trajeron una langosta tan grande que se la devolvimos. A partir de ahí nos odiaron y nos cobraron mucho más de lo que salía la comida”.

Edmundo es un hombre grande, que no es lo mismo que ser viejo, y eso lo sabe demostrar hasta en sus cualidades físicas. No es alto, es un tanto más bajo que los hombres altos. Su frente es amplia, agrandada por la calvicie que lo acompaña desde hace años y decorada prolijamente con pelo canoso, corto y peinado hacia atrás, en ambos lados de la cabeza. “No tengo sueños irrealizables, tengo lo que llaman el Mal de Roma, porque yo sería feliz si viviera en esa ciudad italiana. Cuando estoy en Roma revivo”.

El día jueves 14 de junio, en el aula ubicada en el primer piso del pabellón de Biología se colocó una placa con el nombre Ing. Agr. Edmundo Damario, en homenaje a su destacada labor docente en la Facultad y su trayectoria en la Agrometeorología.

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Sobre el autor

Esp. Lic. en Comunicación Social